viernes, 18 de mayo de 2012

entrevista a GONZALO PUENTE OJEA

Entrevista 

Filósofo, diplomático, estudioso de las religiones, este ilustre pensador ha editado algunos de los libros más clarificadores y críticos sobre el cristianismo en lengua hispana. Desde su célebre Ideología e historia. El nacimiento del cristianismo como fenómeno ideológico (1973) hasta Animismo (2004), pasando por Elogio del ateísmo (1994), El mito del alma (2000) y El mito de Cristo (2000), Puente Ojea ha trazado una andadura intelectual admirable, aunque no menos polémica. Este escritor, uno de los «ateos célebres» de España, influido por el pensamiento de Marx, sufrió una resonante destitución de parte del gobierno de Felipe González, que lo sacó de su cargo de embajador en el Vaticano, lo que constituyó su ruptura con el PSOE. Entrevistado en su residencia de Madrid, Puente Ojea habló del origen de la religión, subrayó el carácter «falso y espurio» del «mito cristiano» y recordó su paso por Mendoza y la Santa Sede.


En su último libro, Animismo, usted explica cuál sería «el umbral de la religiosidad». ¿Cuál es su tesis?
– Yo defiendo la tesis de que, como quiera que la idea de alma es un terrible «descubrimiento» del hombre prehistórico, éste ha tenido que llegar a esa idea por la observación como base de todo pensamiento. La posición tradicional y católica es que la interrogación del hombre prehistórico tuvo que centrarse en los poderes extraordinarios de ciertos entes que poblaban su entorno y que, en sí mismos, eran poderosos, imprevisibles e invisibles. Y yo me opongo a esa visión.
¿Cómo la enuncia, entonces?
– Entiendo que la observación de la naturaleza lo más que podían causar en el ser humano serían sentimientos de temor, de perplejidad. Pero para concebir la idea de espíritu, el ser humano tenía que empezar a entender su mundo, utilizar ese maravilloso regalo de la evolución genética que era la reflexión y ponerse en cuestión a sí mismo respecto de los demás. Esas experiencias, no hay duda, fueron las que llevaron al hombre prehistórico a concebir su propia entidad como una especie de «doble»; es decir, su cuerpo como base de sus movimientos activos y algo que dirigía ese cuerpo que en sí mismo –en los desvanecimientos, en la muerte– podían quedar como sin vida. Y ese segundo elemento aparecía claramente en las experiencias oníricas en que otro elemento no corporal danzaba en los sueños nocturnos con la representación de imagen de lo que era el «yo» del cuerpo, en el lenguaje de Edward B. Tylor, el espectro, el fantasma, que en los sueños vagaba, deambulaba y se esfumaba. Ahí está el origen, no del sentimiento religioso pero sí de una visión del ser humano como algo complejo en que lo corporal y lo no corporal actuaban de modo «armónico».
El mito del alma

¿La religión, entonces, exige la «invención» de las almas?

– Esta especie de mundo de ánimas y espíritus fue el umbral de la religiosidad y conforme iban pasando los siglos, se fueron perfilando y transformando, a través de ritos y credos religiosos, en lo que conocemos hoy como dioses.
¿Es posible que el «golpe» que se avecina para las religiones esté en el gran avance de las ciencias del cerebro, enemigas del «mito del alma»?
– Sí, una vez ha quedado develado –a mi juicio– de modo incuestionable, que el umbral de la religión se establece cuando el ser humano inventa la noción de alma, entonces uno se da cuenta de que toda religión funciona y es posible siempre a partir de esa idea. La negación de los sentimientos religiosos consiste en que el hombre con una formación científica moderna sabe perfectamente, por el desarrollo de las ciencias, que lo único que existe es la energía en sus diferentes formas de expresión y, por lo tanto, no existe ninguna forma de energía que sea de orden espiritual y que no se atenga a la realidad de las leyes de la física. No es el ateísmo frente al teísmo, sino que es la religiosidad frente a la irreligiosidad. Y esa batalla, a mi juicio, ya está decidida entre una concepción idealista y arbitraria (que es la de la fantasía religiosa), y, por otro, la visión austera, precisa y demostrable de un mundo de una legalidad que las ciencias van descubriendo.

El mito de Cristo

En su obra usted ha tratado la cuestión del paso del Jesús de la historia al Cristo de la fe. ¿En qué consiste ese salto?
– La última versión precisada en todos sus puntos de ese salto aparecerá en un libro que estoy acabando de escribir, Reflexión sobre mitos, dogmas e ideologías de ayer y de hoy, cuya segunda parte la titulo El mito de la religión. Pero, precisamente, el tema cristológico forma parte de la tercera entrega de esa obra, El mito cristiano. Dentro de lo que son las posiciones teístas y, concretamente, monoteístas arrastradas por la historia, el caso del cristianismo es verdaderamente sui generis y especialísimo, porque se trata de concebir ya no míticamente y de forma simbólica un hombre-dios, sino que se intenta demostrar que históricamente hubo un hombre que al mismo tiempo fue hombre y dios. Esto es el sello del cristianismo como máximo falseamiento de la historia y aberración conceptual.
¿Cuándo se produce esa «transformación conceptual»? 
–Yo creo que el salto se produce de modo muy claro en el Evangelio de Marcos. El evangelio de un supuesto discípulo de Jesús que quiso resumir en una forma narrativa y, al mismo tiempo, dogmática, la figura del llamado Jesús de la historia, entendida como el Cristo de la fe. Es decir, que se trasladó a la existencia, a los recuerdos, más o menos difusos y fiables del paso por la tierra de un galileo, que se transformó en mesianista activo, en un dios de filiación que asumiría la condición divina sin perder la humana. Ese tránsito, un salto realmente, y en sí mismo indemostrado (aun dentro de la propia lógica del escrito), se ha producido en la perícopa 8:27-31 del evangelio de Marcos. Es demostrativo que es un escrito falso, espurio y hecho para una extensión de una predicación incongruente, que sólo obedece a intereses de orden religioso de una determinada comunidad del judaísmo antiguo.
La decepción de Jesús

A los cristianos les resulta extraño que los primeros de ellos pusieran en riesgo su vida diciendo que el crucificado resucitó...
– En la tradición del judaísmo sinagogal, el concepto de resurrección es sumamente tardío y de origen foráneo, probablemente de raíces iranias y de otros mitos del período helenístico, redefinidos en el curso de escritos subjetivos de la tradición filosófica griega. Por tanto, es un concepto –la resurrección de los muertos– que data en los escritos del siglo II a. C. y que sólo se incorpora, por razones teológicas, a la primera producción escrita de los primeros cristianos, las cartas de Pablo. Este concepto de resurrección está extraído de las religiones mistéricas y atribuido a este galileo para demostrar que esa elevación a los cielos, de Jesús, «probaba» su divinidad. En los relatos evangélicos, las tradiciones orales de la resurrección son contradictorias y sumamente inconcluyentes. Los exégetas sólo han podido utilizar unas tradiciones, repito, contradictorias, que no prueban nunca que los hechos de la resurrección hayan tenido lugar. El «Cristo de la fe», significa que no puede probarse la resurrección, pero que la fe en ella ha superado históricamente todos los obstáculos y tiene vigencia. Esta permanencia de esa fe alocada y –desde un punto de vista racional– eminentemente aberrante, ha tenido la posibilidad de subsistir eliminando cualquier argumento racional de una forma a priori, como la carencia, precisamente, de la fe como la imposibilidad de ver que la resurrección tuvo lugar para todo hombre de buena voluntad que haga un análisis de su conciencia.
¿La resurrección imaginada por Pablo dista tanto de la concebida por los nazareos?
Pablo ha sido el gran inventor del Cristo de la fe. Él atribuyó de un modo claro en dos de sus epístolas, y de modo indirecto en una tercera, que el Cristo era de la misma naturaleza divina que el propio Dios; que había venido a consumar una expiación mediante su muerte corporal para «comprar» la justificación de todos aquellos que habían ofendido a Yahvé, y habían traicionado el pacto que se estableció en el origen del judaísmo. Esta idea del Cristo trascendente, el Dios-hombre, que redime a la humanidad a través de esa expiación sangrienta, repugnaba a los propios discípulos de Jesús, quebrantaba los fundamentos del monoteísmo judío. Por lo tanto, la primera comunidad originaria, que era estrictamente judía en su ideario general, quedó en una situación de desamparo teológico y hubo que capear la tremenda aporía de la muerte en la cruz del que para ellos debía haber sido un Mesías victorioso traído de la mano de Dios, pero que a pesar de todo se resistían a aceptar que ese Cristo no fuera más que un hombre que había sufrido martirio. Entonces, aceptaron una especie de compromiso entre la vieja tradicional idea mesiánica, asumida con matices por el propio Jesús, pero, al mismo tiempo, iniciaron de una forma perfectamente herética para el patrimonio religioso del judaísmo que ese hombre mortal era algo más que hombre. Una fórmula que tuvo vigencia en Jerusalén hasta la destrucción de la ciudad y de su Templo. El Jesús, el Cristo de los judíos cristianos de la primera iglesia de Jerusalén, quedaron borrados de la historia por un hecho fortuito, que es la destrucción de la ciudad y el perecimiento de sus miembros en la sangrienta represión romana en el último asedio y la toma por las armas de la Ciudad Sagrada.

Adiós a Dios

¿Habría vivido mejor la humanidad sin Dios?
– Entiendo que sí. La creencia en este Dios, gran espíritu de las religiones tanto monoteístas como de inspiración más panteísta, que ponen en la cima de la creación, es una aberración de consecuencias tan universales que descarriaron a los humanos en su trabajo por conocer el mundo. Sin embargo, hay que reconocer que, como solución falsa pero operativa, la creencia en este factor anímico propició un desarrollo social y político que ha formado los hilos de nuestra historia. Pero en el siglo de la ciencia, cuando ya los mitos han caído y la verdadera naturaleza del cosmos y el ser humano se han puesto de manifiesto y ha inspirado una reformulación del conjunto de verdades acreditada por los hechos, no tiene sentido continuar en la mentira, en la falsedad y en una forma infantil de concebir tanto el universo como la antropología.

1.       Un filósofo impío, entre Mendoza y la Santa Sede

Su tarea diplomática lo trajo en los ’50 a la Argentina. En su libro La andadura del saber, ha incluido usted la conferencia “El problema del renacimiento y la cultura renacentista en España”, dictada en Mendoza. ¿Qué recuerdos le quedan de nuestro país?
– Yo fui cónsul general de España en Mendoza, aproximadamente durante cuatro años. No guardo más que buenos recuerdos de aquellos felices tiempos. La conferencia a la que usted se refiere pretendió ser una modesta contribución a la tradición española, especialmente en materia de cultura de los españoles de Mendoza. Me quedan unos recuerdos muy gratos de este país, tanto por los amigos con los que tuve la honra de relacionarme, como por los valores de la inmensa potencia cultural y humana de esa gran República.
¿Cómo fue su experiencia personal hasta arribar a la increencia?
– En mi libro Elogio del ateísmo relato los pasos en el curso de mi vida que me llevaron primero a plantearme seriamente la existencia de Dios; luego la existencia de un sentimiento religioso que se remita a referentes verdaderos, y, finalmente, este proceso de reflexión, de ilustración y aprendizaje, me llevó a la conclusión por razones de todo orden histórico, científico y psicológico a la convicción plena y argumentada de que el sentimiento religioso es explicable por razones emocionales y utilitarias, y que no controlan ningún referente real, sino pura especulación imaginaria.
Resalta al leer su biografía su embajada en el Vaticano, que acabó polémicamente. ¿Qué recuerda de ese paso de un ateo por la Santa Sede?
– He de decir que yo, por aquel entonces, vacilaba entre autocalificarme de ateo o de agnóstico; era un tema que no había resuelto en su totalidad por mi circunstancia de embajador de España en la Santa Sede, y con el ánimo de no herir innecesariamente la buena fe de los que me rodeaban. No se trataba de disimular nada, porque el hecho sustancial es que yo había escrito un libro que se titula Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico en el que quedaba perfectamente claro y razonado mi apartamiento de la fe católica. Y ese libro, fue minuciosamente leído y examinado por los altos jerarcas del Vaticano. En lo que se refiere a mi estancia en el Vaticano, le diré que, en relación a la manera deshonrosa con que el Gobierno decidió mi cese en el cargo en la embajada en la Santa Sede, se debe a algo que quizás no esté claramente expuesto siquiera en mi libro Mi embajada en la Santa Sede. El tema es el siguiente. Se avecinaba la primera beatificación de las mártires católicas en la llamada cruzada de 1936 (en la Guerra Civil), de unas monjitas de Guadalajara que fueron tiroteadas por la espalda por unos milicianos descontrolados. Este hecho que coincidió con el término de mi primer año largo de mi misión ante la Santa Sede, me situó en una posición compleja. Mi gobierno me pedía que expresase mi opinión sobre cuál debería ser la jerarquía del jefe y demás miembros de la delegación enviada por el Rey y el Gobierno de España a las ceremonias de beatificación. Mi deseo de ser sincero –una exigencia profesional– y el requerimiento de mi propio Gobierno, me llevó a no extremar, pero no disimular, mi posición: le dije a mi Gobierno que debía rebajarse la jerarquía de la persona que presidiera esa delegación a un miembro que no fuera del Gobierno, es decir, del poder legislativo. Se trataba de adecuar el rango de la representación a la importancia del acto. El vicesecretario de estado de la Santa Sede, monseñor Martínez Somalo, me rogó que yo recomendase al ministro de Asuntos Exteriores, de no ser el propio presidente del Gobierno o, en su defecto, al ministro de Justicia; y, en ultimo término, a un ministro del Gobierno. Yo repliqué que el acto era inamistoso frente a un Gobierno que había cedido ante toda suerte de pretensiones de la Santa Sede. Este fue el principio de mi desgracia, si se puede considerar desgracia el hecho de abandonar un puesto en el que ya había hecho lo que tenía que hacer y no representaba ningún beneficio profesional interesante. En vista de eso, la Santa Sede inició una campaña de maledicencia contra mí, acusándome de haber interpuesto una demanda de divorcio contra mi primera esposa, y, alrededor de eso, se tejió una continua campaña igual que la que había precedido mi nombramiento para que el Gobierno se sintiese amenazado en sus éxitos electorales y por lo tanto aceptase que fuera yo destituido de mi cargo. Y así ocurrió en último término para vergüenza de ese Gobierno y para detrimento y daño evidente de la vocación laicista de la inmensa mayoría del pueblo español.
Publicado en Diario Uno, el 24 de diciembre de 2006

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