jueves, 1 de marzo de 2012

Opiniones

EROTISMO Y MISTICA

Feliciano Bláquez


Cuando Gregorio Marañón se ocupa del famoso Proceso a las monjas alumbradas del Convento de San Plácido, de Madrid, dice estas palabras esclarecedoras; “La época se caracteriza por la progresiva conversión del error espiritual hacia el carnal desenfreno. La pasión del español, siempre extremosa hacia lo bueno y hacia lo malo, produjo tanto la maravillosa elevación de nuestros místicos como la espantosa licencia de los iluminados”. Efectivamente, la historia de la mística española está plagada de prodigalidades erótico-verbales, de bigardos, frailes y monjas alumbradas (los “dexados”), de ceremonias promiscuas en las que la irracionalidad, el histerismo y las actividades místico-sexuales se sucedían, especialmente en los conventos.

En 1560, Sevilla era pasto de beatas milagreras y de monjas iluminadas. Un clérigo, de nombre Francisco Méndez, al terminar la misa, se quitaba el hábito y, desnudo, bailaba al son de las palmas de sus devotas. La Inquisición se encargaría de él. En 1544 fue detenida la monja clarisa Magdalena de la Cruz. Ante el Tribunal de la Inquisición contó que fingía caer éxtasis, lanzar gritos y simular visiones. Durante diez años había simulado alimentarse sólo de la hostia consagrada, pero comía en secreto; y llegó a afirmar que había dado a luz al Niño Jesús. Pero, “como alumbrada que era, no tenía reparos en admitir que era impecable”. Y, a unos kilómetros de Avila, la Beata de Piedrahita, contemporánea de Santa Teresa, fanática e iluminada, decía tener coloquios con Jesucristo y que María Santísima la acompañaba doquiera que fuese; permanecía en éxtasis durante horas y creía ser la esposa del Salvador.
Conventos y mancebías.
 El iluminismo recorría los conventos de Europa como fuego abrasador. Los conventos se habían convertido en verdaderas mancebías. El Concilio de Trento reaccionó ante aquellas oleadas místico-erótico´sexuales estableciendo la clausura. De ese modo –pensaban- se evitarían los excesos de promiscuidad. Sólo el maestro espiritual, confesor de almas, tenía vía libre al convento. Y hasta el siglo XVI no existía barrera física entre el confesor y el penitente.
El alumbrado, con sus inquietantes connotaciones sexuales, revolucionó la mística. Su doctrina, siempre en la antigüedad, defendía que, una vez  llegado al éxtasis, se lograba la impecabilidad. Dios, -aseguraba a sus hijas- le había quitado todos los efectos y pasiones de hombre, de manera que conceder al cuerpo cuanto desease no era pecar, sino santificarse. De hecho, los alumbrados llamaban al acto sexual “unión con Dios”, Y para los transportes místicos servía tanto el altar como la cama.
El primer proceso en España contra un alumbrado se celebró en tiempos del cardenal Cisneros. El fraile Francisco de Ocaña, que tal era su nombre, “había comenzado a predicar una supuesta revelación que decía haber tenido; conforme a la cual el susodicho fraile debía juntarse con diversas mujeres santas para engendrar profetas”. Marañón cree que “más que verdadera heterodoxia, lo de los alumbrados acabó siendo una treta por la cual frailes y seglares embaucaban a mujeres simples, haciéndoles creer que los pecados, sobre todo sexuales, eran gratos a Dios”. Y termina diciendo: “El alumbrado era más que otra cosa un pervertido que planteaba esta misma del sacrílego goce, pero no con la heroica individualidad de don Juan, sino cubriéndolo hipócritamente con un rito religioso”.

Bakunin.

Todas las religiones, con sus dioses, sus semidioses y sus profetas, sus mesías y sus santos, han sido creados por la fantasía crédula de los hombres, no llegados aún al pleno desenvolvimiento y a la plena posesión de sus facultades intelectuales; en consecuencia de lo cual, el cielo religioso no es otra cosa que un milagro donde el hombre, exaltado por la ignorancia y la fe, vuelve a encontrar su propia imagen, pero agrandada y trastocada, es decir, divinizada.
                                                                                                                                                                                      
El gran mérito del cristianismo es haber proclamado la humanidad de todos los seres humanos, comprendidas entre ellos las mujeres, la igualdad de todos los hombres ante la ley. Pero ¿cómo lo proclamó?. En el cielo, para la vida futura, no para la presente y real, no sobre la tierra. Por otra parte, esa igualdad en el porvenir es también una mentira, porque el número de los elegidos es excesivamente restringido, como se sabe. Sobre ese punto, los teólogos de las sectas cristianas más diferentes son unánimes. Por lo tanto, la llamada igualdad cristiana culmina en el más evidente privilegio, en el de algunos millares de elegidos por la gracia divina sobre los millones de perjudicados.

Es evidente que en tanto que tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra. Nuestra razón y nuestra voluntad serán igualmente anuladas. En tanto que creamos deberle una obediencia absoluta, y frente a un dios no hay otra obediencia posible, deberemos por necesidad someternos pasivamente y sin la menor crítica a la santa autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos; mesías, profetas, legisladores, divinamente inspirados.

Que la creencia en Dios creador, ordenador y juez, amo, maldiciente, salvador y bienhechor del mundo se haya conservado en el pueblo, y sobre todo en las poblaciones rurales, mucho más aún que en las ciudades, nada más natural. El pueblo, desgraciadamente, es todavía muy ignorante; y es mantenido en su ignorancia por los esfuerzos sistemáticos de todos los gobiernos, que consideran esa ignorancia, no sin razón, como una de las condiciones más esenciales de su propia potencia. Aplastado por su trabajo cotidiano, privado de ocio, de comercio intelectual, de literatura, en fin, de casi todos los medios y de una buena parte de los estimulantes que desarrollan la reflexión en los hombres, el pueblo acepta muy a menudo, sin crítica y en conjunto, las tradiciones religiosas que, envolviéndolo desde su nacimiento en todas las circunstancias de su vida, y artificialmente mantenidas en su seno por una multitud de envenenadores oficiales de toda especie, sacerdotes y laicos, se transforman en él en una suerte de hábito mental y moral, demasiado a menudo más poderoso que su buen sentido natural.  

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