Artículo en Rebelión de Pedro Luís Angosto
2-3-2009
No tengo empacho alguno en declararme ateo, materialista y anticlerical. Soy ateo no por decepción, sino por convicción. Jamás esperé nada del mito, nunca creí en milagros, ni siquiera en algunos tan festivos y jocosos como ese que dicen obró Jesús de Galilea en una boda convirtiendo el agua en vino para regocijo de todos sin que el Espíritu Santo recibiese el preceptivo aviso: Ojalá él y sus seguidores se hubiesen dedicado exclusivamente a eso, a convertir el agua en vino, las balas en besos, la ambición en solidaridad, al menos en los cuentos, en los propósitos, en sus prédicas. No creo en Dios, ni creo que los hombres necesiten a Dios para nada, salvo los medrosos, los apocados, los que nada esperan de esta vida o los que sufren desgracia tras desgracia y en su desesperación se entregan al cielo con la esperanza del consuelo o de una vida mejor después de la muerte. A estos los respeto, los comprendo y los quiero. Nadie nace ciego por voluntad propia.
Sin embargo, estoy convencido de que Dios y sus amigos si
necesitan a los hombres, desde el principio, desde que el Verbo se hizo carne,
incluso desde4 antes, cuando el hombre desnudo veía salir el sol y llegar la
noche, cuando contemplaba el furor de las tormentas y los vendavales, el
desbordamiento de los ríos, el rugir de los volcanes, los deshielos y las
sequías pertinaces, cuando el más fuerte, no el más evolucionado ni el mejor ni
el más bueno, cambió el miedo humano a las leyes de la física, por el miedo a
las fábulas imponiendo castigos y recompensas a capricho. No, no creo en Dios,
me importa un bledo su existencia, inexistencia o evanescencia, su poder
omnímodo, su maldad o su bondad, su infierno y su cielo, sus vírgenes y sus
santos, sus iglesias, sus predicadores, su forma líquida, etérea, sólida,
gaseosa, antropomorfa o mineral, lo que dicen que dijo a Moisés, a Abraham, a
Mahoma o a Monseñor Escribá de Balaguer antes de subir a los altares o tener
calle en Zaragoza: Si los hombres –unos pocos, quienes lo hicieron del barro-
no lo hubiesen querido, Dios no habría nacido, ni las guerras, ni los cruzados,
ni los alcabaleros, ni los diezmos, ni las tercias, ni las conquistas, ni los
cristianos, ni los católicos, ni los presbiterianos, ni los taoístas, ni los
budistas, ni los musulmanes, ni los judíos, ni la inquisición, ni los
talibanes, ni la Santa Cruzada española, ni los adoradores del dinero, ni los
gudaris sanguinarios, ni los torturadores de toda laya, ni los legionarios de
Cristo, ni el Opus Dei, ni la madre que los parió.
Todo es obra del hombre, del hombre perverso, del hombre en
estado de corrupción pura, que no es otro que aquel que promueve y otorga
carácter inmutable a un sistema que se basa en la explotación del hombre por el
hombre, que esparce la muerte por toda la faz del planeta con una sonrisa en
los labios, que destruye la naturaleza a sabiendas de que no le pertenece, que
inventa espejismos para dormir a los que han sido dormidos con tantos cuentos
que ya no tienen resuello ni siquiera para bostezar y encuentran placer y
consuelo en el sueño eterno de los espejismos inacabables, inabarcables,
inaprensibles.
¿Qué aporta la idea de Dios a los seres vivos, inteligentes o
no, racionales o no? ¿Qué les ha aportado además del miedo, de la esclavitud,
de la explotación, de la guerra, de la muerte, de la extinción, del odio, de la
intransigencia, de la violencia, del fuego, de la mentira esencial, de la
castración mental, del arriba y abajo, del capitalismo salvaje y destructor, de
la ceguera y la resignación? Nada, absolutamente nada. Cuando el hombre inventó
a Dios, no lo hizo pensando en el bien de sus semejantes, sino en dominarlos,
en ponerlos a su servicio, en atemorizarlos hasta extremo tal que difícilmente
osaran contestar, desobedecer, rebelarse. Los hombres esclavos, los hombres
castrados por siglos de terror, cegados por el invento divino y dirigidos por
quienes llevaban a Dios en una mano y en otra la espada, construyeron pirámides
descomunales en vez de casas decentes; saquearon campos infinitos cultivados
por seres resignados para levantar templos inmensos que acrecentaran aún más el
miedo a lo sobrenatural, a lo desconocido, a lo incierto; invadieron países,
crearon imperios, saquearon suelos y subsuelos, blandieron la espada y la maza,
el cañón y el misil, para defender los privilegios de los que eran enterrados
bajo los altares; se batieron contra el liberalismo, contra la democracia,
contra el socialismo, contra la emancipación del hombre, contra la libertad,
contra la justicia, contra la igualdad, contra la fraternidad, contra la Razón.
No, Dios no existe, pero ha sido, es muy rentable para la
“buena gente”, para los que no tuvieron ni tienen reparo alguno a la hora de
clavar mil puñales en la espalda del prójimo, y del mundo entero, con tal de
quedarse con la hacienda, con tal de que los otros aprendan como fueron, son y
serán las cosas. Dios no existe, pero de su nombre y en su nombre viven miles
de cuervos negros y de todos los colores, cuervos con tirabuzones, cuervos tonsurados,
cuervos rapados, cuervos con turbante, elegantes cuervos con traje de Armani,
cuervos que disponen la vida y la muerte, que juegan con la enfermedad, que
reparten el pastel quedándose con la mayor parte de él. Y por eso, y por otras
muchas cosas que contar no quiero, soy materialista, porque creo que ningún
hombre debe ser menos que otro, que todo ser humano debe poder satisfacer sus
necesidades fuera de la esclavitud, con un trabajo digno, limitado, seguro y
adecuado a su personalidad que le permita vivir en libertad, cultivar su
sustancia intelectual, sensorial y sentimental, educar a sus hijos en el saber
humanista, en la solidaridad, en el amor a la naturaleza, en el desprecio hacia
los explotadores, los estraperlistas y los carroñeros; porque creo que la vida
no es una carrera de locos que corren hacia ninguna parte, que no estamos aquí
para competir unos contra otros, a costa de otros, sino para disfrutar de la
belleza y paliar el dolor, propio y ajeno, para mandar al carajo los escritos
sagrados y sus amenazas insolentes y despiadadas; porque creo en la justicia
terrenal, en una justa y obligada distribución de la riqueza que posibilite a
todos, morenos o blancos, negros o amarillos, arios o gitanos, capacitados o
discapacitados, tontos o listos, guapos o feos –ningún mérito tiene lo que
viene con uno al nacer- ser felices sin aspirar a tener más de lo que la
decencia y la buena educación aconsejan; porque pienso que las flores no se
cortan, se miran, y si se cortan para hacer un bonito ramo de flores, no se
entregan a los muertos, sino a los vivos; no se ofrecen a los santos a cambio
de una parcela en la tierra o en el cielo, sino a un amigo o a un desconocido
que pasa por nuestro lado. Soy materialista, en fin, porque estoy plenamente
convencido, tanto como el más ciego de los creyentes, de que es aquí, debajo
del sol, las estrellas y las nubes, junto al mar y las montañas, rodeado de
árboles y animales, donde el hombre tiene su casa, su única casa, una casa de
la que apenas ha construido los cimientos, una casa que no le pertenece y que
ha de cuidar con todo el esmero del mundo para legarla más bella a quienes la
habiten después. No hay oraciones que valgan, no sirven los sermones ni las
parábolas mansas, la tierra nos llama, nos llaman los hombres que pasan hambre
y necesidad, apelan a nuestra conciencia los desheredados, los desplazados, los
marginados, los que nunca supieron del esplendor sobre la yerba ni la gloria de
las flores. Es aquí, en el solar que piso, que pisamos, donde podemos construir
el paraíso, sólo hace falta poner manos a la obra, prescindiendo para siempre
del mito, de quienes lo inventaron y sustentan para que todo siga igual, como
Dios manda.
Y por eso, y termino pacientes lectores, soy anticlerical,
porque como decía el olvidado Atahualpa Yupanqui Dios es un capitalista al que
gusta lo fastuoso y comer en la mesa de los ricos, al igual que a sus
discípulos, predicadores y seguidores. Porque las iglesias, del tipo que sean,
siempre estuvieron con los poderosos, siempre contra la libertad, siempre
contra todo signo de progreso, siempre contra la voluntad del pueblo, contra su
soberanía, contra su felicidad, amparando a explotadores, genocidas y tiranos;
porque el clero dejó para ese Dios que inventó lo del más allá y decidió, sin
ninguna duda, que su reino si era de este mundo, únicamente de este mundo y que
este mundo era de su exclusiva competencia.
Cada vez que oigo a un cura
inmiscuirse en las cosas que incumben a las personas normales, meter su hocico
en lo temporal, intentar obstruir las leyes que el pueblo se quiere dar para
mejorar su existencia o ponerle un final digno, pienso que no estamos tan lejos
del hombre de Atapuerca, que hemos evolucionado poco, muy poco. Si fuese de
otro modo, hace ya tiempo que la casta clerical habría desaparecido por su
propio peso, por el peso de su patética y cruel historia.
https://rebelion.org/ateo-materialista-y-anticlerical/ 2-3-2009
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