Joan
Brossa: SOLSTICIO DE INVIERNO, SIN MÁS
(El País 18-12-1983)
Tenía un amigo que se metió a cura. Supongo que aún lo es. Lo visitaba a menudo en el seminario. A los dos nos gustaba Wagner. Nuestra relación era tolerante, dado que yo no soy creyente. Fue curioso, sin embargo, constatar que, a medida que avanzaba en los estudios, se iba volviendo cada vez más intransigente y quería catequizarme con nieve en las manos. La relación fue cambiando de signo y al final vino el copo que hizo rebosar el vaso. Un año, por “Navidad”, me mandó una felicitación con unas recomendaciones de vieja fábula. Yo le contesté con un poema en el que le preguntaba al nacimiento de qué dios se refería, puesto que da la casualidad de que, por esas fechas, nace más de uno; depende, claro está, de las creencias que cada cual adopte. Mitra, Krishna, Agni, Apolo y otros muchos nacen en diciembre y resucitan en el equinoccio de primavera. Y es que originalmente el dios creador era el Sol y, en las religiones con redentor, el hijo enviado a la tierra para salvar a los hombres era el fuego, circunstancia que se repite en el caso de Cristo. Éste es el principio, que en el correr de los siglos ha pasado del hecho propio al figurado. Mi amigo no me ha dicho nunca nada más. Yo creo que fue debido a nuestras conversaciones, a las que se añadía a menudo un estudiante de teología; su confesor debió aconsejarle que evitara mi contacto. Con todo, guardo un buen recuerdo de mi amigo y del paisaje de aquellos días, que no confundo con las campanas y las redes clericaloides.
Concibo la religión como un modo de entender el mundo, de
no fiarse de lo aparente; una experiencia de madurez interior, de aumento de la
propia conciencia. Pero esto no tiene nada que ver con ningún dogma ni con las
operaciones de la multinacional
eclesiástica, que, por decirlo con un leguaje afín, se ha pasado al César
con todo su bagaje de intereses. ¿Qué sentido tiene, pues, celebrar la
“Navidad” en nuestro tiempo? Ya se sabe
que las solemnidades sin comilona no
subsisten. Y eso los cabecillas vaticanistas lo entienden muy bien; su
floración a través de los años la han acompañado con diversiones de toda
especie, maestros como son en el arte de predicar
lo uno y practicar lo otro. Negociantes de la fe, fachendosos o lobos con piel de oveja, según las
circunstancias, son hábiles en filtrar
el mensaje evangélico a través de una formulación adecuada a la clase social
que la recibe…
La Iglesia es un
teatro en el que
hacen intervenir la divinidad. Prelados y jerarcas se adjudican el poder
terrenal en provecho del grupo social dominante. Su oportunismo los
desautoriza, así como la manipulación que hacen de la gente que les presta
oídos.
Por otra parte, ya he dado a entenderlo, me encuentro
entre los que no creen que Cristo sea un personaje histórico, sino un mito
solar. Aparte de los Evangelios, la Historia lo ignora por completo. Por eso,
si algo hay que celebrar, debe ser el solsticio
de invierno o, dicho de otro modo, el nacimiento del Sol. También los
druidas festejaban el nacimiento de Agni, dios del fuego, en diciembre; sus
magos conocían la fiesta por la aparición de una estrella muy resplandeciente.
La Iglesia sabía que si hacía tabla rasa de las fiestas paganas no habría sido
popular y las transformó. Éstos son los hechos, de tú a tú. Y, entre uno y
otro, la vida me ha enseñado a no fiarme de ninguna Iglesia. Puede haber un
momento en que sus intereses y los de la humanidad coincidan. Pero cuando las circunstancias cambian, ellos no
dudan en mudar de capa, caiga quien caiga, a fin de mantener sus privilegios.
Sobre esto hay mucho escrito en la historia de los pueblos. En este aspecto, el
catolicismo me parece una de las religiones más corrompidas. Es peligroso no en
su sentido espiritual, sino por el poder económico que ostenta y por los pocos
escrúpulos que demuestra en arrimar el ascua a su sardina. Predica por el mundo la caridad a los pobres, pero oculta la verdad que
los liberaría. Es la religión de los poderosos. En las escuelas religiosas
se fomenta el individualismo, la competencia y el éxito. Así tiene, porque las
paga, una infinidad de máscaras con el marketing
correspondiente. Practica un cristianismo de consenso. En resumen: entiende
mejor que los de la competencia la operación de revestir un ídolo de poder para
ser su depositario. Y mientras tanto aumentan los parados, la delincuencia y la
violencia en los países dominados por la educación clerical. Tenemos en la
Iglesia española un ejemplo muy reciente de poder teocrático. En cambio, una
religiosidad más abierta, y en franca oposición al despotismo de las
jerarquías, ha sido decisiva en la evolución hacia la democracia. Pero estos
casos son excepción…
Sabido es que el
fanatismo y la intolerancia de los teólogos ha frenado el progreso de la
humanidad.
Han sido los avances científicos lo que ha hecho modificar
la ortodoxia. Hoy por ejemplo, a causa del debilitamiento de esta ortodoxia, la
Iglesia se desentiende de los milagros, pero, con todo, no invalida los del
pasado, cuando no existe ninguna razón para suponer que los milagros de antaño
se produjeran por causas distintas. Antes que la cultura, cuenta el propio
beneficio. Y los santuarios con milagro
son una fuente de ingresos.
Como todo el mundo sabe, la Iglesia combate a los
innovadores y después acaba acomodándose a los logros –y, en muchos casos, aún
atribuyéndoselos! Todo esto nos mueve a decir que, en vez de
dos mil años de Cristo, ha habido dos mil años de Judas (para usar dos nombres
de su mitología).
Etcétera. No acabaríamos nunca de rememorar más
desventuras que venturas. Y vuelvo a la pregunta del principio. ¿Qué sentido
tiene hoy celebrar la “Navidad”? De acuerdo. La gente se divierte. Corre el dinero. Unos días de
cana al aire. La lotería. Las familias se atracan. Se olvidan los problemas. Y
también abundan los suicidios de gente desamparada. Uno revive el mundo de la
infancia. (Por eso la Iglesia no es
correcta ni desinteresada al defender el monopolio de la educación. Las
vivencias que nos asaetean de pequeños reaparecen en la vejez por una
simple operación de psicología) Yo diría que hoy las fiestas navideñas son un
pacto entre los tenderos del cuerpo y los del alma. Un triunfo de todo lo
secundario y excesivo y que no hace falta para dar respaldo a ninguna verdad
esencial. Y si de amor y fraternidad se trata, el lema mitológico “Paz a los
hombres de buena voluntad” queda superado por este otro atribuido a Buda: “Paz
a todos los seres”. Hay que convenir que en las cosas del espíritu los
occidentales somos unos aprendices. No
olvidemos que tantas iglesias y tantas catedrales triunfalistas ha significado
vaciar los bolsillos de ricos y pobres, lo que me parece muy alejado del
espíritu originario. Resumiendo: no estoy nada de acuerdo con las formas
oficiales que revista la religión, y adherirse a sus festejos es hacer
propaganda de un clan de reaccionarios con implicaciones políticas muy
concretas que conducen a interpretaciones estrechas de la realidad y que de
ningún modo representan una salida a la situación caótica actual. No creo en
los valores inamovibles. Soy escéptico de las ortodoxias. Soy de los que creen
que una montaña de recuerdos no iguala una brizna de esperanza. Y que la Historia la hacen quienes van en contra sus
hábitos. Lo demás son cartas que no tengo tiempo de escribir. Pero, en
tanto que la lluvia va puliendo las tejas, tenemos que saber mantener el
equilibrio ante el fuego. Hemos de salvar la identidad del Hombre, rodeados
como estamos de anticuarios y traperos. Tengo la convicción de que, si todas
las Iglesias desapareciesen, comprenderíamos mejor la calía de la religiosidad.
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